El antropólogo inocente, de Nigel Barley

BARLEY, Nigel. El antropólogo inocente: notas desde una choza de barro. Trad.: M.ª José Rodellar (21ª ed.), Anagrama, Barcelona, 2007
Nigel Barley se doctoró en antropología en Oxford. Desde 1978 y durante dos años se dedicó al estudio de una tribu poco conocida del Camerún, los dowayos. Esto constituyó su primera experiencia en el trabajo de campo, «y casi la última». Se instaló en una choza de barro con la intención de investigar las costumbres y creencias de este pueblo. En su libro narra el primer año que pasó en África, en él utiliza una prosa desenfadada para involucrarnos en su historia.
Abundan en sus páginas las reflexiones sobre sí mismo, sobre lo que piensa acerca de los dowayos y la forma en que logró sacarles algo de información, lo cual se convirtió en una actividad desesperante debido a las diferencias culturales: los problemas para la entonación creaban numerosas escenas más o menos graciosas recogidas en los capítulos del libro así como el intento de Barley por entender la clasificación de los felinos por parte de los dowayos, a lo que termina concluyendo que, desde el punto de vista occidental, el antropólogo sabe más de la fauna africana que los propios dowayos. El autor se muestra también bastante perplejo ante el problema de las misiones en África y sus consecuencias: 
“Las misiones destruyen las culturas «tradicionales» y el auto-respeto de los nativos, reduciendo los pueblos de todo el globo a un estado de indefensión, convertidos sus integrantes en imbéciles desconcertados que viven de la caridad y en la dependencia cultural y económica respecto de Occidente. El gran fraude reside en querer exportar al Tercer Mundo sistemas de pensamiento que el propio occidente ha desechado hace tiempo” (p. 43) 
El antropólogo se presenta como un ser imparcial, exento de intereses personales y globales. En la mayoría de los trabajos antropológicos cuando se habla del sistema de parentesco se alude a qué sistema corresponde el tipo representado por la comunidad x (esquimal, por ejemplo); Barley, sin embargo, nos muestra que es un aspecto muy difícil de desentrañar, por las carencias que supone no manejar un lenguaje aborigen y lo difícil que resulta encontrar el modo exacto de las formulaciones de preguntas (preguntarles cómo denominan a su abuelo sin que los habitantes del pueblo manejen el significado de abuelo, es una actividad que requiere de mucha paciencia). 
Barley deja entrever de cuando en cuando a través de su relato las relaciones de parentesco que se comienzan a dibujar gracias a las observaciones, pero sobre todo a las incesantes preguntas pues para los dowayos abuelo se denomina a cualquier persona anciana. “En África la edad confiere categoría; los dowayos muestran respeto hacia alguien dirigiéndose a él con el tratamiento de «viejo».” (p. 89) Para poder descubrir que «viejo» era distinto de la relación duuse, Barley tuvo que pasarse algunos días haciendo preguntas y planteamientos que su ayudante le ayudó a formular y que nuestro antropólogo no dudó en contarnos a nosotros, como muestra del quehacer del antropólogo social y lo que hay detrás de las pulcras y brillantes monografías. 
En El antropólogo inocente se siente respirar al autor detrás de las letras, es más que una narración, es una reflexión antropológica, un trabajo de campo donde el antropólogo como profesional nos da a entender que él es tan humano como cualquiera de nosotros, como cualquier dowayo. Barley nos presenta, como antropólogo, como escritor de libros, un modo diferente de hacer las cosas: nos expone con absoluta claridad el “cómo es estar allí”. 
El libro de Barley, con un lenguaje muy accesible, cuenta ya con una segunda parte (Una plaga de orugas) y otra contrapuesta, ligeramente más académica (Bailando sobre la tumba). Esta última trata un fascinante y difícil tema que, por ello mismo, resulta tan atractivo: la muerte. El antropólogo inocente puede parecer un libro de carácter más literario que antropológico, pero es un libro de antropología sobre la antropología, pese a utilizar recursos muy pocas veces vistos en los libros de otros antropólogos de las últimas décadas. Hay en Barley una visión distinta, particular, detrás del seguimiento a toda la tradición de relatos de viaje (ficticios y reales). Barley nos transmite por entero el sufrimiento de quien, a pesar de la hospitalidad de sus anfitriones africanos, no disfruta de nada parecido a la comodidad de los servicios modernos, pero no deja de transmitir tampoco el verdadero fin de la tarea de un antropólogo: poner en claro un imbricado sistema cultural que nos es extraño y que quizá nos ayude a saber algo más acerca de nosotros mismos. Es así como en las desventuras dowayas de Barley podemos ver el análisis de temas recurrentes en la crisis subjetiva y diaria de un hombre y una sociedad occidental; sus propias costumbres cotidianas y sus nociones de la vida, las que lo hieren de una manera más cercana e íntima: la forja de nuestra propia identidad, el cómo llegamos a este mundo y el cómo nos vamos (nacimiento y muerte), la sexualidad y nuestras relaciones con quienes están a nuestro entorno, cerca, junto a nosotros y lejos, antes, ahora y después, en nuestra particular atención al espacio y al tiempo. Naturalmente, todo esto en Occidente ha encontrado, de alguna manera, un núcleo privilegiado en la noción del parentesco, pero en un continente tan poblado y diverso como África, donde las diferencias entre pueblos se pueden ver exacerbadas en un área geográfica mínima, es patente la forma facilista de los locales de tratar con las alteridades, cercanas en la distancia, pero lejanas en el sentimiento, lo que hace temer a Barley sobre el pueblo que ha escogido por “objeto de estudio”: 
“empezaba a acometerme el insistente temor de que no existieran, pues la palabra «dowayo» era un término autóctono que significaba «nadie» y que había sido recogido como respuesta a la pregunta formulada por un funcionario de distrito.” (p. 41)
A través de sus numerosas burlas, los dowayos no dejarán de hacer reflexionar y sentir a Barley que él también es un extraño, representativo de una alteridad, pues la relación sólo puede ser complementaria y recíproca. Yo soy yo y tú eres tú. Así también nuestra propia forma de vivir puede parecer recíprocamente absurda a otro: “No me llamaban nunca mentiroso, pero cuando trataba de hacerles tragar alguna falsedad particularmente flagrante como la existencia de trenes subterráneos o el hecho de que en Inglaterra no haya que pagar las esposas adoptaban una peculiar expresión facial” (p. 133). 
La temática de la toma de esposas será recurrente en el libro de Barley. No podía ser de otro modo, en cuanto existe un contraste intercultural. La división sexual (ligada a la división de las generaciones) de los dowayos será prominente en su sistema cultural, como constatará Barley, pero ya el mero hecho de la sexualidad y del intercambio físico íntimo entre dos personas será fuente de equívocos, accidentes y reflexiones obligadas de Barley. 
Es particularmente importante también el poder que posee la brujería (“los propiciadores de la lluvia”) y el significado del leopardo: “El leopardo ocupa un lugar preeminente en su mundo, aunque hace treinta años que han desaparecido del país Dowayo. Los leopardos matan a hombres y ganado, y en cuanto tales están equiparados al hombre. Los circuncisores, como vertedores que son de sangre humana, deben gruñir a la manera de los leopardos cuando están de caza, mientras que los muchachos que sufren la intervención se visten de leopardos jóvenes. Todas estas actitudes «cobran sentido» si se consideran como un modo de contemplar la parte salvaje y violenta de la naturaleza humana.” (p. 120)
Barley consigue establecer una conexión entre la magia de la lluvia y el resto del sistema agrario, que irremediablemente lleva a la circuncisión: “La información de que disponía hasta entonces vinculaba la fertilidad humana y la lluvia. La cosecha del «verdadero cultivador» había relacionado la fertilidad de las plantas con la circuncisión a través del «apaleamiento de la mujer fulani» (p. 207-208). El ciclo agrario se inicia, necesariamente, en los nacimientos, en la fertilidad. Para esto, a su vez, es requisito la muerte y la reencarnación. La necesidad de que los antepasados se reencarnen en nuevos dowayos y la posibilidad de que se nieguen a hacerlo, cosa que se puede resolver por medio del festival de las calaveras, brindará a Barley la repetida oportunidad de observar una ceremonia que dará buena cantidad de piezas para armar el rompecabezas del sistema simbólico y cultural dowayo, a pesar de que no pudo contemplar la fiesta de la circuncisión. La explicación de la centralidad de la circuncisión la comprende Barley al momento de la cosecha, que se revelará como núcleo económico del simbolismo. Cuando empiezan a aventar el grano, Barley nota que “por el tipo de chistes que se hacían, estaba claro que algunos hombres eran tan sólo parientes sino también compañeros de circuncisión” (p. 175) y se da cuenta de que “el proceso entero de desgranado se realizaba siguiendo el esquema de un cuento titulado «El apaleamiento de la vieja fulani». La narración se presenta fabulosa, en ella se revela la relación imaginaria entre la circuncisión y la cosecha. También explica la relación entre los hombres y las mujeres, y de los dowayos y los fulani. Explica además la organización dowayo del trabajo: los compañeros de circuncisión son quienes colaborarán en la cosecha del mijo, garantizando así su solidaridad y la continuidad de la economía dowayo. Se confirmará la cosmología dowayo, y la relación del festival de las calaveras con la circuncisión, la cosecha y demás hechos de la vida dowayo. Se establece, de hecho, la “antropología” dowayo. El hombre es más que análogo al leopardo. El dowayo es la planta de mijo. El festival de las calaveras se convierte en una ocasión para que Barley reflexione sobre uno de los términos de parentesco que más le ha hecho romperse la cabeza: el duuse. “Un duuse era alguien con quien uno estaba vinculado a través de un pariente común de la generación del bisabuelo o anterior… alguien… para cuya designación no existía ningún otro término, que pertenecía a otra casa de calaveras y estaba en el límite del círculo familiar, donde era imposible establecer los vínculos de parentesco con claridad.” (p. 118-119)
El ritmo de las últimas páginas del libro cambia mucho, cuando Barley va atando los cabos del sistema cultural dowayo. El lector se siente atrapado por una novela de suspense, esperando el desenlace del misterio del mapa cultural dowayo centrado en la circuncisión y los ritos agrarios y funerarios. En el clímax de las festividades, Barley tiene una recaída de la hepatitis que ha contraído entre los dowayo y es un momento dramático adecuado para que el antropólogo finalice el relato. El regreso a casa será duro. Más duro aún será sentirse en casa. Los dowayos despiden festivamente a Barley, complicando la ocasión el pago de deudas matrimoniales. Barley regresa muy accidentado a Inglaterra, tiene un sentimiento de alienación que le hace ver Londres y su hogar como algo antinatural: 
“Una extraña sensación de distanciamiento se apodera de uno, no porque las cosas hayan cambiado sino porque uno ya no las ve «naturales» o «normales». «Ser inglés le parece a uno igual de ficticio que «ser dowayo»” (p. 231). 
El trabajo de campo ha sido la prueba de fuego del antropólogo. Es la pérdida de su inocencia y la ganancia de una malicia antes desconocida por completo. La presencia del antropólogo en el mundo en que había nacido y había sido socializado no es inocente: hay otras maneras de existir. El shock de otra cultura lo deja perplejo: dedicarse a otra cosa después de haber “estado allí” y haberlo pasado mal, o seguir adelante tras descubrir que otros mundos son posibles y nuestra estancia en éste es puramente voluntaria y artificial: ahora sí “es” un antropólogo…
 “Me reí débilmente… Seis meses más tarde regresaba al país Dowayo.”

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Guardo a Nigel Barley un gran respeto desde que leí su libro El antropólogo inocente. Nunca antes me había planteado las diferencias socioculturales existentes desde la perspectiva de un antropólogo como el que se nos presenta en esta historia. Su (más o menos lograda) adaptación al medio y las vicisitudes que pasa para conseguirlo no dejan indiferente a ningún lector. Es un gran libro y siempre me trae a la memoria el viaje que realizó a Bénin (antigua Dahomey, en África) un viejo compañero de piso que tuve, fue antes de terminar su proyecto de fin de carrera. A su regreso, me contó cosas inauditas de aquella experiencia, las cuales sumadas a las del libro de Barley me han dejado un recuerdo extraordinario de su lectura. Lo recomiendo totalmente. 
BARLEY, Nigel. El antropólogo inocente, Anagrama, Barcelona, 2007. El antropólogo inocente es un texto ciertamente insólito. Nigel Barley, doctorado en antropología en Oxford, se dedicó durante un par de años al estudio de una tribu poco conocida del Camerún, lo que constituyó su primera experiencia en el trabajo de campo, y casi la última. El autor se instaló en una choza de barro con la intención de investigar las costumbres y creencias del pueblo dowayo. Conocía la teoría del trabajo de campo, pero, como descubrió enseguida, ésta no tomaba en consideración la escurridiza naturaleza de la sociedad dowayo, que se resistía a amoldarse a norma alguna. En esta crónica del primer año que pasó en África, Barley –tras sobrevivir a desastres, enfermedades y hostilidades varias– nos ofrece una introducción decididamente irreverente a la vida de un antropólogo social. Después de esta experiencia, el autor se incorporó al Museo Británico, cuyo departamento de publicaciones editó este texto como una curiosidad. La excitación que causó entre sus primeros lectores motivó que se publicara después en la colección de bolsillo de Penguin con extraordinario éxito. Una plaga de orugas es la segunda parte.