Demonios familiares, de Ana María Matute

Demonios familiares es una historia de amor y culpabilidad, de traiciones y amistad. Transcurre en una pequeña ciudad interior española en 1936, con una protagonista que pronto será inolvidable. Reseña editorial.
Apenas había dado comienzo el verano de 2014 cuando recibimos la noticia de que Ana María Matute (Barcelona, 1926) nos había dejado. Con su marcha Demonios familiares, la última obra de la autora, quedaba inconclusa. La editorial Destino la publicaría de forma póstuma en otoño de ese mismo año. Ana María Matute fue y será siempre una extraordinaria escritora a la que no se estudiaba en la escuela [1] en los años ochenta —salvo una breve aparición en algún libro de lenguaje [2], a raíz del relato El niño que no sabía jugar (Los niños tontos, 1956)— o en el instituto, en los años noventa —cuando se le hace una única mención respecto de El realismo social en la novela (1950-1962) en un libro de literatura de COU [3]—. De no ser por la colección de quiosco La locomotora que incorporaba el libro infantil Paulina [4], junto con un cuaderno de lectura que presentaba a la autora, su época y su obra es seguro que habría transcurrido mucho tiempo antes de conocer el universo creado por Ana María Matute si de las instituciones de enseñanza hubiese dependido.
A través de su joven protagonista nos adentramos a la par en la historia de España y en la psicología juvenil (no olvidemos que Demonios familiares, pese a ir dirigida a lectores adultos y no tratarse de narrativa infantil, hace recaer el protagonismo de la historia en Eva, una joven de 17 años). Es preciso, pues, destacar la importancia que la adolescencia adquiere en esta obra. En ella, como en todos los relatos, cuentos y novelas en torno a la niñez y la juventud escritos por la autora, apreciamos una singular característica común en sus protagonistas: una infancia infeliz. Matute trae a sus páginas un personaje especial: Eva, una adolescente huérfana de madre, (des)atendida por su ama de llaves, enjaulada por su padre, marginada y sin voz (esto último motivado, seguramente, por el hecho de que la propia autora, de niña, tartamudeaba y por ello la voz adquiere un gran valor en esta obra).  
En el prólogo a la misma, donde Pere Gimferrer (Barcelona, 1945) relaciona de manera inevitable Paraíso inhabitado (2008) con Demonios familiares (2009), encontramos ya, en las primeras líneas, ese hermetismo y ocultamiento propios de sus protagonistas infantiles: 
[...] la misma prosa tensa, y al tiempo alucinada; la máxima luminosa diafanidad y transparencia del castellano, misma guerra civil vista por los ojos de quien viaja a la adolescencia desde el crepúsculo vespertino de la infancia sellada en la incógnita clandestinidad del «castillo interior». 
Por otra parte, pese a que Gimferrer nos advierte también de que la obra  posee plenitud y que la noción de inacabamiento carece de sentido, nos cuesta ignorar que el texto debiera proseguir y cómo lo habría hecho la autora si no se hubiese ido. No obstante, Demonios familiares es una novela muy bien narrada: exigente, introspectiva, bien estructurada. Uno no aprecia esa falta de conclusión en la historia sino hasta que llega el final del libro y se pregunta qué sucede a partir de entonces y cuál será el desenlace de sus protagonistas. Se trata de una historia en la que confluyen —a través de espacios como el dormitorio, el bosque o el desván— ciertos elementos simbólicos, como el espejo o una luciérnaga y conflictos que atañen tanto a las ideas de cada personaje y a sus sentimientos como a los impulsos inconscientes que les habitan. Los personajes se muestran nítidos desde el principio, representando papeles en los que la autora refleja temas, quizá recuerdos, fragmentos tan realistas que parecen sacados de la vida misma, pero que coquetean a su vez con la imaginación de la autora y se fusionan con ella transformándose en materia literaria
Demonios familiares narra una historia que se sitúa en una fecha muy concreta: el 17 de julio de 1936. Los primeros años que le correspondieron vivir a Ana María Matute estuvieron marcados por las consecuencias de la guerra civil (1936-1939) y la escritora lo refleja magníficamente en sus obras, pero sobre todo en sus personajes. Desde 1934 hasta finales de 1935, la República estuvo gobernada por los partidos de derecha y centro. Los partidos de izquierda se aliaron por aquel entonces en el Frente Popular. Por su parte, el Bloque Nacional (partido monárquico) y la Falange Española de las JONS (Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista) formaron una agrupación de tipo nacionalista y autoritaria con clara influencia del fascismo italiano. Las elecciones de febrero de 1936 significaron el triunfo del Frente Popular. Desde marzo de 1936, numerosos oficiales del ejército preparaban el derrocamiento del gobierno. A ellos se adhirieron diversos partidos políticos y, tras el asesinato de Calvo Sotelo, tuvo lugar el alzamiento militar, iniciándose la guerra civil el 17 de julio de 1936.     
Con este escenario de fondo, la autora nos presenta a Eva, casi novicia en el convento donde ha estudiado interna desde los siete años y a sus padres, Herminia —que falleció al darle a luz— y El Coronel —ahora impedido, en silla de ruedas—. Conocemos a Magdalena —la cocinera y ama de llaves— y a Yago —mucho más que un simple criado a la sombra de El Coronel, sin autonomía, siempre a las órdenes y caprichos de este, un hijo no reconocido como bien lo describe M.ª Paz Ortuño, en el epílogo [5]—. Otros personajes se dan cita en la obra, destacando Berni, de quien no sería oportuno revelar nada en esta reseña. Obligada nuestra protagonista a abandonar el convento para regresar a casa de su padre —un padre vigilante, autoritario y censurador— se siente invadida por una honda desazón y un ansia de venganza que al principio no sabe a qué achacar. La historia prosigue hasta octubre de 1936, si bien ahora la guerra no se sitúa ya en primer plano y resuena alejada, acaso porque la autora trató de ella con más atención en Luciérnagas y en Primera memoria —y sobre todo en Los hijos muertos—. Lo crucial en este relato son los sentimientos y relaciones que se dan entre los habitantes de la casa, bajo un mismo techo: los demonios familiares o los lazos de sangre tensados por un silencio sostenido que encubre un episodio lejano que de repente sale a la luz y lo trastorna todo. Justamente uno de los rasgos a destacar es la graduación con que se pauta ese conflicto y la naturaleza metafórica con que se expresa, haciéndolo repercutir en una conciencia a partir de impresiones, sensaciones y evocaciones o recuerdos. (Ana Rodríguez Fischer).
Demonios familiares se divide en dos partes, en la primera —La ventana de los halcones— hallamos a la protagonista inmersa en su pequeño mundo que se reduce al marco familiar y a la vez se inserta en el estrecho círculo social de El Coronel. A su regreso, Eva descubre su ignorancia, sumisión y obediencia, rompiendo con ellas e iniciando así el ineludible rito de paso de la adolescencia a la adultez dentro de la misma casa familiar poblada de espectros, donde el tiempo parece haberse detenido. En la segunda parte —Vértigo—, ya desvelado el secreto, el foco narrativo se desplaza y el primer plano lo ocupan los jóvenes, apuntándose la aparición en paralelo de otra historia próxima —la amistad entre Yago y Berni—, a la par que avanza el conflicto ético de Eva, agudizado por el drama de una amiga. 
Observación. Ana María Matute describe de la siguiente manera a Eva, al principio de la obra: El contraste de la blancura de mi piel con el negro intenso de mi cabello casi me sorprendió, como si no me perteneciera, como si fuese de otra persona. Ahora observen la cubierta del libro. ¿Algo llama su atención?
Demonios familiares. Ana María Matute. Destino. Barcelona, 2014. 182 páginas. 
Imagen | Michael Thompson, Girl with a Hole in Her Stocking, 2008, 
Mira Godard Gallery, Toronto

NOTAS
[1] Si ya un estudio de la Universidad de Valencia [realizado por Ana López-Navajas, titulado Análisis de la ausencia de las mujeres en los manuales de la ESO. Una genealogía del conocimiento ocultado] revela que tan sólo el 7,5% de los referentes culturales y científicos que aparecen en los libros de texto de la ESO son mujeres, imagínense los que existían en los años ochenta de la EGB y en los noventa del BUP/COU. ¿Es culpa de la discriminación sufrida por las mujeres a lo largo de la historia o ha habido una ocultación de referentes? ¿Por qué en 600 años de literatura castellana, hasta el XX, la única autora que se se suele citar en los manuales es Santa Teresa de Jesús? Históricamente, las mujeres han carecido de tiempo y espacios para dedicarse a sí mismas. La obligada y exclusiva entrega a su entorno familiar y la desvalorización sistemática de cualquier forma de producción intelectual femenina ha imposibilitado en muchos casos una dedicación a la creación, en general, y a la literaria, en particular. Han pasado más de ochenta años desde que Virginia Woolf reivindicara la presencia de las mujeres en la escritura. Sin embargo, ¿ha cundido este tiempo tanto como debería? En los últimos años, en España han surgido algunas iniciativas encaminadas a fomentar la escritura femenina a través de la formación y el encuentro de creadoras para suplir semejante infamia.
[2] El niño que no sabía jugar es uno de los 21 relatos que componen el libro Los niños tontos (Destino, 1971), publicado por vez primera en la editorial Arión (1956). El relato aparece en el libro de lenguaje Leer y Saber 7 EGB Castellano, SM, 1985 en la página 240
[3] El realismo social en la novela (1950-1962) es uno de los apartados en los que se divide el Tema 9: La novela posterior a 1936 (I). Los años 40 y 50 (de lo existencial a lo social), perteneciente al libro de literatura de COU (Literatura del siglo XX COU, Anaya, 1995) donde se menciona a Ana María Matute en la página 140.
[4] Paulina (Alborada, 1987) se publicó por vez primera en 1960 bajo el título Paulina, el mundo y las estrellas. Ana María Matute se decidió a escribir narrativa infantil —en la que mezcla realismo e imaginación, con un afán didáctico y moralizante— porque a su hijo le gustaban los cuentos que ella inventaba. En esta novela encontramos algunos de los datos autobiográficos que la autora transforma en materia literaria. Por ejemplo, Anastasia —la niñera de la escritora— tuvo un importante papel en su infancia y está plasmada con mucho cariño en el aya de las familias burguesas de sus novelas.    
[5] A modo de explicación a la obra o epílogo, M.ª Paz Ortuño escribe unas breves líneas: Menos es más. Notas sobre la escritura de una novela inacabada, en las que expone las dificultades e impedimentos físicos a los que se enfrentó la autora, así como las intenciones que tenía con respecto al desarrollo de la obra y de sus personajes.